sábado, 13 de marzo de 2010

Capítulo 1: el advenimiento (IV)

 Las crónicas del laúdico exiliado.

Fue entonces cuando mi madre se dio cuenta que el tiempo se le acababa... de golpe. Por tanto, tomando la decisión más difícil del mundo, tomó a mi hermana en brazos y, arrastrándose como pudo, llorando y sangrando a partes iguales, salió del callejón.


Entonces, me quedé solo. Totalmente solo.
No solo físicamente. También se fue, por completo, de mi mente, aquella conexión telepática que tenía con mi progenitora y que, hasta ese momento, me había ido llenando mi cabeza con todos los conocimientos que ella consideró que me podían resultar útiles.

A partir de ese día no volví a ver a mi madre (supongo que debió morir al poco de salir de aquél callejón) y, hasta muchos años después, no volví a ver a mi hermana melliza.
De todas maneras éso será relatado más adelante ya que, en ese momento, yo no era más que un bebé desamparado, que necesitaba unas cantidades de comida equivalentes a las de diez adultos fornidos, y, aún más importante, grandes cantidades de agua.

El único problema que mi madre pudo resolver antes de marcharse fue el del frío. A costa de quedarse ella semi desnuda, yo tenía abrigo más que suficiente... aunque aún fuera un bebé lo que mi mente había aprendido de mi madre durante el embarazo y durante esos momentos en que aún estábamos juntos, sabía, de sobra, que no tenía que salir del abrigo de los ropajes que me cubrían.

De todas formas, aunque solo de manera leve, casi inapreciable, me daba cuenta que iba a morir en unas pocas horas. Con lo que, como cualquier bebé que se siente mal, rompí a llorar haciéndo gala de unos pulmones nada despreciables.


Debieron ser mis desgarradores chillidos, o quizás fuese el fuerte olor que había quedado impregnado en cada rincón de aquél oscuro callejón, lo que atrajo a un perro vagabundo hasta allí. El también estaba moribundo y hambriento pero, por desgracia, el fuerte olor a sangre que impregaba el lugar, le había despertado una energía y una fiereza má propia de un lobo salvaje que de un pastor blanco suizo (aunque, por supuesto, en aquél momento yo no tenía ni idea de que el perro era de esa raza... solo sabía que me miraba con los ojos inyectados en sangre, las fauces entre-abiertas y salivando sin cesar)

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