miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo 1: El advenimiento (I)

Las crónicas del laúdico exiliado.

El día, que amaneció gris y anocheció arropado en un manto de más que tupida niebla, fue, para casi todos los seres de este mundo, un día más. Transcurrió sin demasiadas novedades; con una rutina propia de uno de esos días en los que la noche dura casi el doble que el día.
Sin embargo, para nosotros no fue nada normal. Ese día, en que la humedad caló hasta el tuétano de la ciudad, fue el de nuestro alumbramiento.



En el rincón más oscuro de la ciudad, en un callejón que parecía más un minúsculo patio interior, se hallaba nuestra progenitora. Estaba malherida y parecía exhausta. Su pelo estaba, mitad mojado, mitad ensangrentado, mientras que sus ropas, un auténtico amasijo de tela sucia, dejaba ver, a través de destrozos hechos por espada, heridas aún sangrantes.
Había llegado hasta allí guiada por la pena y el desamparo. Su pareja, aquél con el que nos había concebido, y que había dado todo por ella; había dado, incluso, su último aliento.
Y todo ello ocurrió porque, durante el atardecer, se había producido una encarnizada persecución. Por un lado, como aterradas presas, nuestros dos ascendientes. Por el lado contrario, como encarnizados cazadores, los soldados más temidos para la gente como nosotros: los ajenos.

Éstos pretendían darles caza por orden de las altas instancias de nuestro gobierno y, dichas órdenes, contemplaban que debían capturarles vivos... o muertos. Cuando ya había anochecido, practicamente por completo, una de las patrullas de cazadores había logrado cercarles lo que había llevado a un enfrentamiento directo. En él, nuestros progenitores habían luchado bravamente y, aunque iban sufriendo muchas heridas, fueron acabando, uno por uno, con cada uno de los ajenos que componían la patrulla.
Por desgracia aún quedaba uno en pie, completamente ileso, cuando ambos estaban ya completamente exhaustos.
Entonces, el soldado, se avalanzó contra ellos para finalizar completamente con todo aquello. Mi padre, en un último estertor, logró cubrir con su cuerpo, a su amada, recibiendo, por tanto, la herida final. Mientras se sentía morir, inspiró, con las minúsculas fuerzas que aún tenía, todo el aire que pudo y, sacrificando aún más que su vida exhaló su último aliento hacia su pareja.


Al hacer ésto, nuestro padre había concedido a nuestra madre todas las fuerzas que le quedaban y con eso, solo gracias a eso, logró dar una última estocada. Una más que acertada estocada, por cierto, puesto que, el soldado que había acabado con él y estaba a punto de acabar con ella,fue alcanzado en una rendija que su armadura tenía en el cuello.
A continuación las piernas de mi madre la sacaron de allí, aunque el resto de su cuerpo deseaba, con anhelo, tumbarse junto a su otra mitad, para llorar por su muerte. Sin embargo, como digo, sus piernas comenzaron a moverse con lo que, al no tener un objetivo marcado por el cerebro, la llevaron a ese callejón al que sólo así, huyendo sin sentido, desangelado, casi cadaver y roto por dentro, se podía llegar.

Sólo cuando allí se hallaba, casi de repente, fue cuando nuestra madre se percató "realmente" de lo que había ocurrido.

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