viernes, 12 de febrero de 2010

Lágrimas en el precipicio

El siguiente cuento es una "recuperación", es decir, lo publiqué, hace ya varios años, en el primer blog (del que hago mención en las descripción de este). Aunque mi intención no es, ni mucho menos, recuperar todos los textos de aquella época, sí que quiero salvar unos pocos de la quema (al fin y al cabo áquel ya no está accesible) re-publicándolos en este nuevo blog.
Por lo tanto, si alguien ya lo leyó en su día, le pido mil disculpas por repetir contenido y, a los nuevos, espero que les guste.


El hombre se fue acercando, dando pasos lentos, dando pasos largos, hacia el fin del precipicio.
Abajo le estaba esperando ella, su amada, su vida perdida, la muerte, la alegría.
Por fin acabó de caminar y se quedó mirando al fondo. Mirando su destino. Mirando, también, el fin de su sino.
Recordó, durante unos pocos segundos, el camino que le había llevado hasta allí: su juventud y alegría, su madurez y el éxito, Otra, el fin de su éxito, Ella, el inicio de su felicidad, el fin de ella, el precipicio metafórico, la caída a los infiernos y, finalmente, el precipicio físico.
Al llegar mentalmente hasta allí su vista volvió a centrarse en el fondo. Aunque por muy centrados que estaban sus ojos no veían las rocas y el riachuelo que le esperaban para llevarle de este mundo sino que veía a su amor con esa media sonrisa que siempre le encandiló.
Se asomó un poco más y la vio aún mejor. Ahora con una sonrisa completa y con los brazos abiertos para él.
Finalmente dejó que la gravedad hiciese el resto y le acercase para siempre a quién más quería; a su mayor ilusión en la vida: a su hija.

Su esposa no lloró (al fin y al cabo le reprochaba que para él siempre fue “Otra”). De hecho nadie lloró. ¿Nadie?
Si lo que se dice no es falso si que hubo alguien ya que, ese mismo día, y durante un año, apareció, in explicación aparente, una fuente natural que manaba constantemente un ligero riachuelo en el pequeño cementerio a orillas del Miño en Portomarín. Curiosamente esa fuente nacía, exactamente, sobre la lápida bajo la cual se hallaban los restos mortales de la pequeña hija que murió con tan solo 15 años.

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